POLILLAS LUNÁTICAS

Publicado: 04/14/2011 en Cuentos

Para Mafe y para todas las niñas de cinco años.

Por Óscar Bustos B.

Una vez las polillas vivieron en la luna. Allí estaban encantadas con la luz del satélite, bebiendo de esa luz como de una madre. Igual que los niños a los que les gusta comer tierra (y algunos hasta lamben las paredes), las polillas desayunaban, almorzaban y comían pedacitos de roca lunar, que era el único plato de que disponían, pero era su plato predilecto. No lo hubieran cambiado por ningún otro manjar interplanetario. Ni por chiste mordían los pedazos de metal que eran los meteoros que empezaron a caer en la luna en verdaderas lluvias. En realidad eran trozos muy fríos y demasiado brillantes, de los que no conocían su procedencia, y por eso no estaban dispuestas a hincarles el diente.

Aquel tiempo fue la edad de oro de las polillas. Eran millones de insectos alados, grandes y pequeños, dotados de antenas como largas plumas y de fuertes patas, cubriendo el astro que parecía feliz de tenerlas como inquilinas. Podían quedarse horas y horas pegadas a una roca, absorbiendo con sus trompas la cal de las rocas lunares y mirando las estrellas de la concha celeste. Cuando sentían que ya habían llenado sus barrigas, volaban de piedra en piedra hasta encontrar otro lugar para libar el néctar de las piedras. Sus orugas, que son sus hijos y que tienen apariencia de gusanillos blancos, la pasaban dichosas, midiendo centímetro a centímetro el radio y el diámetro de la luna, y sus crisálidas dormían sus sueños germinales entre los cráteres selenitas, en medio de la más completa paz y acariciadas por el silencio celeste.

Pero los meteoros empezaron a hacerles la vida imposible. En aquel tiempo se habían aficionado a caer en la luna porque les gustaba el sonido de CHIS-PUN que emitían las polillas cuando ellos las destrozaban con sus bólidos luminosos. Cuando esto ocurría las polillas se alejaban con pequeños vuelos e iban a buscar otra piedra sabrosa, disgustadas con los destrozos que los meteoros causaban entre su población. Mirar tantos astros luminosos que aparecían en lontananza les hacía olvidar aquella calamidad.

Con el tiempo las polillas se cansaron de los indeseables trozos fríos que las mataban en masa y entonces decidieron mirar hacia la Tierra, aquel planeta azul que les coqueteaba en la distancia.

– Tenemos que emprender un largo viaje a Planeta Azul -dijo Poli, la polilla mayor, echando sus alas hacia atrás y limpiándose del polvo lunar su delantal gris, adornado con vetas cafés-. Si no lo hacemos no sobrevivirá nuestra especie.

– Será un viaje peligroso –respondió Pupo, su compañero en las horas duras y en las buenas también-. Tal vez no resistamos los vientos siderales y es posible que los meteoros nos sigan hasta los confines del mundo. Con todo y eso, debemos viajar.

Pupo tenía razón. No había acabado de hablar cuando vio que Poli fue aplastada por uno de aquellos bólidos incandescentes con el consabido CHIS-PUN que parecía congratularles tanto. Enseguida, Pupo se dio cuenta de que otra polilla tomó el liderazgo de su amiga y que con renovadas energías le dijo:

– Pupo, no podemos quedarnos aquí. Si alguno de nosotros logra llegar a la Tierra, nos daremos por bien servidos en este universo tan inquieto –Pupo y Polilla Nueva reunieron a las demás polillas, les hablaron y las comprometieron a volar juntas y a no olvidar jamás al pequeño astro que les dio cobijo.

-Nos vamos –dijo Pupo-, hacia el Planeta Azul que coquetea sobre nuestras cabezas y que buscaremos como un nuevo hogar. Será un viaje peligroso y es posible que no lleguemos nunca, pero adonde quiera que lleguemos hemos de hacer homenaje a nuestro planeta madre, invocando su luz que ha sido todo nuestro alimento.

Sí –respondieron en coro las polillas, que se habían alineado delante de Pupo como un ejército de combate.

Alzar el vuelo se convirtió en un mandato, una voz multitudinaria como de chicharras a la hora nona.

Después de contarse una a una y de darse consejos para enfrentar el viaje (como agarrarse una a otra, ala con ala, sin perder de vista el Planeta Azul) al fin se decidieron a volar. Sólo en ese momento cayeron en la cuenta de que de los millones que eran, sólo iban a volar unas 500 mil, pues la gran mayoría había caído bajo el poder de los bólidos inmisericordes, que no se habían dormido en su tarea criminal y que les habían cogido una antipatía desconsiderada. Pupo vio que toda la Luna se convirtió en un cementerio de polillas y que cada roca lunar tenía estampado el cuerpo de sus congéneres. Como siempre andaba preocupado por los asuntos de la memoria, pensó que los arqueólogos y paleontólogos del futuro encontrarían en la Luna amonites con los fósiles de las polillas, y se sintió orgulloso de dejar ese aporte de su especie a la historia del universo.

Entonces aquellas 500 mil astronautas emprendieron el vuelo. “Huir no es cobardía –les dijo Pupo a sus congéneres cuando calentaban las alas, como hacen los aviones con sus motores -“es justificable, especialmente cuando no hay medios para defenderse”.

Sin equipos ni escafandras, sin cilindros de oxígeno ni ninguna otra protección y a la cuenta de tres se lanzaron al espacio sideral. En realidad alzaron un vuelo cada vez más alto, dirigiéndose al Planeta Azul que titilaba allá arriba. Pupo sabía que las alas de las polillas no daban para tanto, y que si hacían el viaje confiando sólo en su fuerza de propulsión, nunca iban a llegar a ninguna parte. Por eso había diseñado un plan.

El plan de Pupo era llegar hasta la autopista de los meteoros, que sabía que estaba en la longitud tal con la altitud cual, abordar el vehículo que tuviera la ruta de la Tierra y viajar como polizones interplanetarios.

Muy pronto se enfrentaron a borrascas siderales, nuevas lluvias de meteoros que tenían mil destinos, nubes de gases venenosos, truenos y centellas y mil energías desatadas en el universo convulso. Cuando por fin llegaron a la autopista meteórica y encontraron un vehículo que llevaba la ruta de la Tierra, volvieron a contarse y con desazón comprobaron que varios grupos de polillas se habían soltado de las alas y habían caído en el espacio infinito. Contristados por las malas nuevas abordaron el terrón que las iba a llevar a la Tierra, donde confiaban en sobrevivir.

Fue un viaje larguísimo, que duró unos 15 mil millones de años, durante el que apenas comieron, agarradas como iban con patas y alas a la superficie de la roca voladora. Comer tampoco les apetecía, pues aquella piedra no tenía el néctar de la Luna. El aterrizaje fue forzoso, pues Pupo sabía que aquella nave en la que viajaban terminaría colisionando con la Tierra en un golpe terrible. Así que, expresándose a gritos, les había recomendado a sus paisanas que tan pronto como vieran los mares del Planeta Azul se soltaran del meteoro y aterrizaran por sus propios medios.

De las 500 mil que salieron de la Luna, sólo arribaron a la Tierra 133, número mágico, porque muy pronto las polillas se multiplicaron. ¿Qué pasó con las otras? Las que arribaron al planeta terrestre presumen que Pupo murió incinerado cuando el meteoro tocó la atmósfera terrestre, y que otras polillas murieron intoxicadas cuando atravesaron un cinturón de meteoritos que olían muy mal. Pero enseguida otro Pupo Nuevo tomó el lugar del primero, dirigiendo el éxodo con mucho carisma.
-“!En memoria de nuestros muertos!”, gritaba alentando a los demás, y Polilla Nueva supo que el nuevo Pupo incluso heredó el gusto por la memoria de sus antepasados. Presumían también que no todas las polillas murieron y que, en cambio, otros grupos de polillas viajarían en el espacio sideral, seguramente otra colonia habría conformado un cinturón de polillas que viajaría paralelo al cinturón de meteoros, y tal vez otras habrían conquistado otros planetas. “Cuando llegue la hora de la conquista planetaria –decía Pupo Nuevo, que también tenía una conciencia futurista-, los descubridores se darán cuenta que gran parte del universo fue conquistado por polillas”.

Pero los meteoros lunáticos no se habían quedado tranquilos. En la Luna quedaron celosos, abandonados y muy disgustados, y entonces enviaron una delegación para seguir a las polillas que se habían escapado de sus manos. En efecto, las persiguieron hasta la Tierra misma. Las polillas no acababan de aterrizar (y aquí Nuevo Pupo sintió que ése era el verbo preciso), cuando ocurrió el colapso o gran colisión en el Golfo de México, con las consabidas consecuencias para la vida del planeta. Como se supo después, desaparecieron varias especies de animales, incluidos los dinosaurios. Durante decenas de meses hubo incendios y nubes de gases venenosos cubrieron el planeta, mientras se enfriaron los bólidos que las persiguieron. En realidad un planeta acatarrado recibió a las polillas, pero ellas, inteligentes como son, volaron bajito, muy bajito, protegiendo primero a sus crisálidas terrestres y esperaron algunos cientos de años a que la Tierra se quitara su cobija tóxica.

Y las polillas sobrevivieron. Cuando los cielos al fin se despejaron y por primera vez hubo una noche serena en la Tierra, miraron a la Luna encantadas de volver a verla allá arriba. Nuevo Pupo en realidad no sabía si la Luna estaba arriba o abajo, porque si al salir del satélite volaron hacia arriba, la Luna estaría abajo, pero ahora tenían que mirarla hacia arriba. Protegidas en la noche terrestre, miraron aquel globo luminoso casi hipnotizadas, agradecidas porque había sido su primer hogar.

Descubrieron, además, que no sólo ellas habían sobrevivido a la hecatombe causada por los meteoros. También lo hicieron otros insectos, anfibios y muchos pequeños mamíferos. También las mariposas -que desde hacía más de 200 millones de años venían conquistando la Tierra- salieron de sus escondites, hermosamente ataviadas con vestidos de colores. Al verlas las polillas se enamoraron de las mariposas, a las que consideraron sus parientes planetarias. Las polillas, miedosas de ser descubiertas en un planeta que todavía les era extraño, sólo salían de noche y soñaron con tener vivos colores.

No fue fácil para las polillas conquistar la Tierra. Se recuerda la feroz guerra de las arañas, su principal depredador. Para las arañas, las polillas representaban un alimento exquisito. Pero algo en el organismo de las polillas comenzó saberles mal y también ellas empezaron a cambiar los tonos de sus vestidos aterciopelados. El gris de sus alas se hizo más esplendoroso y las vetas en los bordes fueron adquiriendo más brillo. Las arañas comprendieron entonces que aquellas polillas sabían muy mal, y al fin las dejaron tranquilas.

Algo atávico en el comportamiento de las polillas, las obliga a pegarse a las lámparas y bombillas, obnubiladas por la luz. Son las mismas polillas que vemos todas las noches, revoloteando alrededor de la lámpara en la casa de campo. Ha sido tanto su deseo de parecerse a las mariposas que algunas ya tienen escamas de colores.

-Lunáticas, las llamaron amigos y enemigos, estos últimos liderados por las arañas, las mismas que las acusaban de haber “apolillado” a la Luna, del que decían que eran un astro desértico.

-Sí, claro, muy desértico -decían ellas con sorna- pero no porque nosotros la hayamos apolillado, sino porque los meteoros, tan improductivos, se quedaron a vivir allí.

No obstante, las polillas obnubiladas por toda clase de luces, siguen soñando con regresar a la luna pero vestidas de colores.

comentarios
  1. Fabiola Florez Roncancio dice:

    Somos polvo de polillas!!!

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